Día de Muertos: los 7 escalones del altar

Escrito por el 8 noviembre, 2016

Flores de cempasúchil, calaveritas de azúcar, veladoras blancas, papel picado, fotos entrañables, pan de muerto, semillas o frutos, los tacos al pastor que le gustaban a esa persona tan querida y el caballito de tequila que no podía faltar para maridar con el banquete de tortilla, trompo y piña. La familia mexicana completa –tanto los que aún zapateamos sobre esta tierra como los que emprendieron el viaje a otras dimensiones–, nos reunimos una vez al año en torno al altar de muertos, para festejar juntos, para reencontrarnos.

Cuatro elementos, siete niveles

A fines de octubre empieza el ritual, que tiene su punto culminante el 2 de noviembre. Hay que reunir todos los elementos. Debe haber aire (el papel picado lo representa), agua (bebidas), fuego (veladoras) y tierra (las semillas). También hay que decidir si el altar tendrá dos, tres o siete niveles. Dos escalones simbolizan el cielo y la tierra. Los de tres incorporan el purgatorio, aunque también se dice que hace referencia a la Santísima Trinidad, en un ajuste de sincretismo. Pero los de siete son los más sofisticados: en el primer escalón va la imagen de un santo o virgen; en el segundo, veladoras y luces para las ánimas del purgatorio, de modo de ayudarlas a salir de allí; en el tercero, juguetes y figuras de sal para los menores de edad; en el cuarto, pan de muerto; en el quinto, los alimentos y bebidas preferidos del difunto, su caballito de tequila o mezcal; en el sexto los retratos y, en el séptimo, cruces y rosarios, de preferencia hechos con semillas. Las flores de cempasúchil orientarán a los muertos con su perfume y la cruz de sal funcionará como brújula, para permitirles llegar a ese punto donde podrán encontrarse con quienes los añoran.

Camino al inframundo

La tradición se ha ido modificando y asumiendo nuevos significados al mezclarse con la religión católica luego de la Colonización, pero tiene su origen en tiempos prehispánicos, cuando las culturas indígenas consideraban a la muerte como un binomio que incluía a la vida. Dentro de la visión ancestral, el acto de morir era el comienzo de un viaje hacia el Mictlán (Xibalbá para los mayas), reino de los muertos o inframundo, que los españoles interpretaron bajo su propio concepto del infierno. Este viaje duraba cuatro días y era conveniente hacerse acompañar por un perro xoloitzcuintle. Al llegar a su destino, el viajero ofrecía obsequios a Mictlantecuhtli y su compañera Mictecacíhuatl, quienes lo enviaban a una de nueve regiones, donde el muerto permanecía un periodo de prueba de cuatro años antes de continuar su vida en el Mictlán. Con algunas modificaciones, estas creencias estaban presentes en todas las culturas mesoamericanas y, en consecuencia, se hacían sofisticados rituales para venerar a los muertos que se representaban como seres descarnados.

Con la evangelización cristiana, durante la Colonia, se fue dando el sincretismo que ha llegado hasta nuestros días. Aunque los calendarios indígenas dedicaban fechas específicas –por ahí del mes de agosto– a la celebración de los muertos, en ese entonces se comenzó a celebrar el Día de los Fieles Difuntos a principios de noviembre, claro que con toda la iconografía y el simbolismo de estas tierras. Así se incorporaron también las calaveras de azúcar, las cruces cristianas (los aborígenes elaboraban unas de sal que simbolizaban los puntos cardinales), los santos y el pan de muerto.


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